viernes, 16 de agosto de 2013

La Pena de Muerte

¿Es la “pena de muerte” la mayor condena posible?

Cuando alguien es condenado a la pena de muerte se dice que ha sido castigado con la “máxima pena” o “pena capital”, ¿realmente es así? Esta pena en la legislación de los países que aún la aplican aparece como el mayor castigo que puede recibir un individuo por sus actos. Tal condena, sin embargo,  ha sido eliminada de los códigos penales de muchos estados democráticos con la convicción de que, aplicándose la Ley en nombre del pueblo, la ciudadanía muestra su humanidad y grandeza evitando exigir la muerte de un ser humano sean cuales sean sus delitos. En algunos de los países que aún la aplican, la conmutación, una medida de “gracia” en apariencia, acarrea al penado la cadena perpetua, es decir, debe permanecer en prisión hasta que muere o está próximo a morir.

Creo, sin embargo, que tal cadena perpetua es más dura y punitiva que la pena de muerte, por la pérdida de esperanza de libertad que el reo percibe cada día. Entiéndase la cadena perpetua tal y como la he descrito antes,  no esos eufemismos de “cadena perpetua” cuya perpetuidad dura 20 años más o menos. De los casos famosos de cadena perpetua se ajusta, en mi opinión, a este perfil de ser una pena mayor que la pena máxima, la de Rodolf Hess que terminó suicidándose cuando comprendió que nunca saldría de su cárcel, en una demostración de que la muerte era menor condena. Como criminal de guerra nazi, él, había merecido, pienso yo, la misma pena que los que fueron condenados y ajusticiados tras el juicio de Núremberg, pero sorprendentemente recibió el “benevolente beneficio” de la perpetua. Hay otros casos en que el condenado ha podido recuperar su libertad, bien porque ha conseguido que se revocase su sentencia; porque ha recibido algún otro tipo de indulto o perdón; o porque las condiciones de su encierro le permitían una existencia cómoda y comunicada con el exterior. Pero en estos casos la condena a cadena perpetua sólo se demostró menos punitiva en los defectos de su aplicación, en la falta de “cadena”, es decir, rigor de la prisión, o de “perpetuidad”, duración de la pena, no en su concepción. 

No es así en el caso de presos políticos de dictaduras aún vigentes que terminan muriendo en prisión severamente apartados de todos; o de los condenados por narcotráfico en las cárceles del cono sur de Asia algunos de los cuales terminan suicidándose seguros de que no hay esperanza de cambiar su situación; o los de los millones que terminaron sus días en campos de trabajo a lo largo de la Historia.

Que la pena de muerte no es la mayor que puede imponerse a un reo, era cosa sabida en la antigüedad ya que se infligía al condenado tormento adicional que compensara sus delitos. El Zar Iván“El Terrible”, por ejemplo, ajusticiaba a quienes se atrevían a oponérsele, empalándolos en medio de la plaza y permitiendo que sus familiares los acompañaran en las largas horas de agonía que tal condena conllevaba. En otros lugares se descuartizaba al condenado y se exponían sus restos troceados en las distintas entradas de la ciudad. Más cerca en el tiempo, los soldados rusos prisioneros de la segunda guerra mundial fueron condenados al Gulag de por vida por rendirse en vez de morir combatiendo, sin que sus familiares tuvieran jamás la más mínima noticia de su destino. Para ellos la muerte hubiera sido mejor.

Pero lo más sofisticado en condenas que rebasaran la pena de muerte, vino con la aparición de las modernas religiones monoteístas: se le privaba al reo de la posibilidad de alcanzar la vida “eterna”. Monjes y sacerdotes amenazan con la excomunión y por ende con la condenación eterna, no ya perpetua, sino “eterna”, a quienes faltan a sus dogmas.
Para el colmo del desprecio por la muerte, hay otros que se apresuran a prometer la vida, también eterna, a quienes perpetran algunas acciones que conllevan aparejada la muerte. Así el valor disuasorio que la legislación de la pena de muerte pretende, queda invalidado. También los cruzados recibían una bula papal que les garantizaba la “vida eterna” si morían o eran ajusticiados por el enemigo; del mismo modo los navegantes portugueses y españoles que en los últimos años del siglo XV se atrevieron a traspasar el fin del mundo navegando más allá  de lo que había hecho nadie del que se tuviera noticia, recibieron la misma Bula-promesa de vida eterna si perecían en el intento; y por último, desgraciadamente aún hoy, hay quien entra en el paraíso si mata a los infieles, a los enemigos de Dios, muriendo en un atentado suicida. 

Entre otros ciudadanos del mundo citaré a los judíos de Israel, pueblo experto desgraciada e históricamente en sufrir y morir en el tormento, que soportan desde hace tiempo, tan dolorosa epidemia de atentados suicidas: en los cuatro años (2000-2004) que duró la primera intifada murieron 1017 ciudadanos como víctimas del suicidio asesino de 138 terroristas. Convencidos sus dirigentes de que no podrán persuadir a los suicidas de que no existe el paraíso que pretenden, han decidido castigarlos aquí en la tierra con algo que piensan trasciende la muerte que ya se proporcionan ellos mismos: derriban su casa y las de sus familias y lo vuelven a hacer si se enteran de que las han reconstruido una y otra vez. Así durante la intifada derribaron 612 casas. No pretendo justificar ni valorar tal comportamiento, ni de los suicidas ni de los israelíes, sólo lo enumero como ilustración de cómo algunos países pretenden “agrandar” hoy castigos que vayan más allá de la muerte.

De todo ello extraigo dos conclusiones: una es que, para descrédito de quienes ven en la reinstauración de la pena de muerte la solución preventiva de delitos graves, esta “máxima condena”,  “pena capital”, o como se la llame, ha perdido plenamente su valor coercitivo frente a una auténtica cadena perpetua; la otra, y digo esto aún con el riesgo de que se me llame frívolo en tema tan serio, es que, fijándonos en el descubrimiento de los gobernantes israelíes, la pérdida del hogar, la casa, el piso, el domicilio de la familia y todos los bienes materiales que ello conlleva en el desalmado mundo actual, se percibe como más doloroso y grave que la pérdida de la propia vida. Véase la tremenda cantidad de suicidios que tales situaciones provocan.  Nuestros gobernantes, pues, deberían preocuparse por los ciudadanos amenazados de perder su casa y todo lo que poseen por avatares de la fortuna, tanto o más de lo que lo harían si estuvieran en peligro de muerte. Digo esto aunque sé que, en realidad, a nuestros gobernantes sólo les interesa quién vive o quién muere si eso afecta a sus posibilidades electorales.

Pero, volviendo al asunto que nos ocupa en estas líneas, convendrán conmigo que el nombre de pena máxima o pena capital que damos a la pena de muerte es cuanto menos equivocado ¿o no?.

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