viernes, 12 de julio de 2013

De Wall Street a Santiago



Eran las 7:45 de la mañana. Frederik Donis llegaba temprano como cada día. Procuraba evitar la hora punta y encontrar preparado y caliente su café largo, en vaso de cartón con tapa, en la cafetería de la esquina donde tenía su despacho. Los chicos de la “habitación oscura” ya estaban en su puesto. Doscientos cincuenta metros cuadrados de oficinas en la calle más cara y exclusiva de Nueva York. Su propio despacho enorme, tenía ventanas a dos de las calles más cotizadas de la City, Wall Street y Pearl Street. Se consideraba a sí mismo el tiburón más peligroso del parquett neoyorquino. No porque sus inversiones o compraventa de valores lo hubieran empujado a la cumbre de la finanzas, sino porque su llamada era, a cualquier hora del día, más temida que el terrible bocado del gran depredador marino con su triple hilera de afilados dientes.
En el bullicio de cada día los operadores de la bolsa compraban y vendían, con simpatía y tranquilidad a veces y con tensión incontenible otras, valores, acciones, bonos, opciones, futuros, derivados, materias primas,… y un largo etcétera de las más variopintas clases de derechos y obligaciones de cualquier parte del mundo. Cuando las operaciones se hacían sobre el parquett, anotaban en sus libretitas, tarjetas o fichas, según quién, sus acuerdos que después entregaban para su contabilidad y registro a sus informáticos. La lealtad y el rigor eran incuestionables y quienes no reconocían operaciones ciertas se arriesgaban a ser expulsados de la profesión por los árbitros y reguladores de la bolsa neoyorquina. Pero a veces, sólo a veces, surgían disputas. “No fueron tantos, o no fue ese el precio”, discutían dos broker. O lo menos corriente y más peligroso, “no puedo pagar la compra o entregar lo vendido”. Entonces el voraz pez se convertía en presa de Frederik.

jueves, 11 de julio de 2013

La "enviada"



Aquel día pasó como de ordinario hasta las doce. El sol caía a plomo, reflejándose de un modo deslumbrador en la tierra blanca del muelle, en las velas sobre él extendidas, en el bruñido de los palos y en el barniz luciente de las chimeneas. El vientecillo soplaba, continuo, suave, haciendo ondear las banderas y moviendo sosegadamente el molinillo del mareógrafo; y el mar, cegando la vista con sus reflejos, apenas enviaba a romperse en la escollera algunas olas murmurantes y humildes.

Pero a comienzos de la tarde cambiaron las tornas. Sin mudanza ostensible de viento, empezaron a soltarse de las montañas del oeste nubes y más nubes, que a poco formaron un ejército compacto con augurios de próxima lluvia. Nublóse el sol y apagáronse todos los colores; y el agua, antes azul, adquirió tintes verdosos en el puerto y reflejos plomizos en la bahía, agitándose a la vez en extraño bailoteo que parecía dirigir una fuerza invisible.

martes, 9 de julio de 2013

Pasos de poeta

Hoy que mi ánimo se inclina a la melancolía, me sumerjo en las hojas amarillentas, casi cobrizas de un viejo libro. Un libro que se recorre lentamente, con el paso atento, precavido, observador de un poeta que marcaba su paseo con los latidos de su corazón.
Es un libro que no fue pero quiso ser. Hoy lo leo como homenaje a todos mis “desideratum” de lo cotidiano y lo ilusorio. Y mi espíritu sale de mí y recorre los sentimientos de su autor. Percibo el concierto  armónico entre el mundo natural e imaginario. Sólo hay que escuchar con el alma lo que apenas perciben los sentidos.

Algunas de estas páginas fueron publicadas en revista Índice del diario El Sol de Madrid y la Revista de Occidente  hace casi cien años pero su mensaje es fresco como la brisa que parece mecerlo eternamente. Siempre he pensado que la prosa puede contener la poesía con la misma fuerza que el verso, por eso recorro estas líneas que nacieron de la pluma del mejor poeta que, según mi corazón, ha dado la lengua castellana y española: Juan Ramón Jiménez.

Apenas cinco años después de su muerte, Francisco Garfias, encontró entre sus páginas inéditas la intención de construir con estas y otras sueltas un libro, o varios, y nos regaló este, La Colina De Los Chopos, editado por Taurus en 1965. Yo lo leí por primera vez en 1966 y aún recuerdo las emociones que despertó en mí.

A vosotros, mis amigos lectores, siempre os pido indulgencia si encontráis alguna falta. No me corrijáis hoy, sin embargo, echémosle la culpa a la controvertida y singular ortografía del genio.

Por último, sólo alguno de los lugares que recorrió el poeta sobreviven aún, por lo que de ellos sólo quedan estas referencias, como un collage de naturaleza muerta, aunque en este caso está viva y palpitante.


lunes, 8 de julio de 2013

La guerra de las niñas

Espinelvas es un pueblecito de Gerona perdido entre los bosques de las estribaciones septentrionales de los Pirineos. Un lugar tranquilo, anclado en un modo de vivir intemporal, y donde la guerra civil que asola España, aún se percibe como un conflicto ajeno.  Doña Adelaida y su hermana Doña María son maestras nacionales con plaza en Barcelona. Ellas sí que viven intensamente la tensión cada vez más amenazante que genera la guerra. Una simpatiza con un bando, la otra con el otro. Sólo ellas saben cuál. Hay niños en casa, tres, el varón ya tiene quince años. Doña Adelaida, que es la madre, el cabeza de familia y la que toma las decisiones por todos, ha pedido el traslado a Espinelvas. No quieren que movilicen a su hijo en ninguna milicia. Ahora junto a Don Hilari, que también es de fuera, aunque ya lleva veinte años en el pueblo, son quienes se hacen cargo de la escuela.

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